Ese sábado
quedé a cargo de mis nietos, Tomi y Santi, mientras sus padres viajaban.
Eran las ocho
de la mañana cuando sonó mi celular. Era Santi, con su vocecita ansiosa,
llamando por WhatsApp desde la Tablet de su madre, Victoria, porque todavía no
tiene celular propio. Me preguntó a qué hora pasaría a buscarlo para ir a
fútbol. Revisé el cronograma que su padre, Tomás, me había enviado y le
respondí que a las 9:30. Pero Santi, con esa determinación que lo caracteriza,
me pidió que lo hiciera un poco antes, a las 9:15.
A la hora
convenida lo llamé al número de su madre. Apenas atendió, me preguntó si ya
estaba afuera. Bajó enseguida, con la camiseta bajo el brazo y la mochila al
hombro, listo para el partido. El encuentro sería en la cancha de Boca Unidos,
a las afueras de la ciudad de Corrientes, bajo la organización de la Liga
Correntina de Fútbol. Su equipo, Cambá Cuá “A”, se enfrentaba a Sacachispas
“B”.
Al llegar, dos
profesores con sus uniformes recibían a los chicos. Le entregaron la camiseta y
el pantaloncito de su equipo, y enseguida comenzaron con una hora de
precalentamiento. A las once en punto, el réferi de la AFA, impecable con su
vestimenta oficial, dio inicio al partido. Santi jugó con entusiasmo, y el
encuentro terminó con una sonrisa de oreja a oreja: su equipo ganó 4 a 0. Me
impresionó la organización, el cuidado de los niños y la corrección de los
padres y familiares, que alentaban desde las tribunas con respeto.
Cerca del
mediodía lo llevé al Aranduroga Rugby Club, donde se reunió con sus compañeros
de Taraguy. Allí me encontré con Matilde, madre de uno de sus amigos, quien me
avisó que se haría cargo de los chicos y luego los llevaría a su casa, donde
pasarían el resto de la tarde y la noche. Si antes me había sorprendido la
prolijidad del fútbol, aquí quedé maravillado con la entrega del rugby: padres
y exjugadores organizaban todo con pasión, transmitiendo valores y espíritu de
equipo sin esperar nada a cambio. Es imposible no destacar esa vocación de
servicio que distingue al rugby argentino, y en particular al del nordeste, con
clubes como Aranduroga y Taraguy.
Mientras tanto,
Tomi, mi nieto mayor de 11 años, llevaba adelante su propio plan. Ese día
eligió solo ir al encuentro de rugby en Aranduroga y, desde allí, se fue a la
casa de un amigo. Pasó la tarde y la noche con otros dos chicos. Cuando le
pregunté cómo se habían entretenido, me contó con entusiasmo que jugaron
durante horas al Monopoly, un juego de mesa donde las risas y las estrategias
se entrelazan entre billetes de mentira y propiedades imaginarias.
Ya entrada la
noche, a las 21:00, Tomi y Santi regresaron a su casa, donde lo esperaba su
abuela paterna, Patricia. Pero la calma duró poco: media hora después, Santi me
llamó porque Tomi no lo dejaba jugar con la PlayStation. El conflicto tenía
explicación: tanto los amigos de uno como los del otro estaban conectados al
mismo tiempo en línea. Por suerte, Patricia supo resolver la disputa y,
finalmente, los dos terminaron yendo a dormir a las 22:30.
Al día siguiente, mientras repasaba en mi mente tantas vivencias compartidas en apenas doce
horas, le conté mi asombro a mi primo Ariel. Él me regaló una frase que quedó
resonando en mí: “Estos chicos viven en un día lo que nosotros vivíamos en
un año”. Y cuánta razón tenía. Más aún hoy, 31 de agosto, cuando cumplo 72
años y descubro, con ternura y admiración, que la infancia de mis nietos late a
otro ritmo, mucho más vertiginoso, pero lleno de la misma magia que alguna vez
fue nuestra.