CHARLA DE CAFÉ ENTRE MARCELO ELIZONDO Y YUVAL NOAH HARARI
(Buenos Aires,
otoño de 2025. Una mesa junto a la ventana de un café de la calle Defensa.
Elizondo llega con el diario bajo el brazo; Harari, con una libreta pequeña
donde anota en hebreo. Afuera, el ruido de los autos se mezcla con el aroma del
café recién molido.)
Elizondo:
—Siempre digo que en Argentina discutimos el presupuesto educativo, pero nunca
los resultados. Nos peleamos por los insumos, no por los frutos.
Harari
(sonriendo):
—Es un problema universal, Marcelo. Los países aman hablar de educación, pero
temen cambiarla. Porque educar es alterar el futuro, y el futuro da miedo.
Elizondo:
—Tal vez porque ya no sabemos qué enseñar. Antes era simple: se transmitía
conocimiento. Ahora el conocimiento cambia más rápido de lo que los chicos
pueden aprenderlo.
Harari:
—Exactamente. Vivimos en la era de la economía de la innovación, como la
llamás vos. Pero detrás de esa palabra se esconde algo más profundo: una
mutación de la especie.
El ser humano ya no compite por fuerza ni territorio, sino por su capacidad de
reinventarse. El analfabeto del siglo XXI no será quien no sepa leer, sino
quien no sepa reaprender.
Elizondo
(asintiendo):
—Eso exige otro tipo de escuela. Una que enseñe a pensar sin moldes, a
equivocarse rápido y aprender del error. En mi artículo lo llamo “nivel mega”:
el valor real de un egresado no es su título, sino su capacidad de crear algo
nuevo.
Harari:
—Tu “nivel mega” me recuerda algo: las civilizaciones también tienen egresados.
Algunas se gradúan hacia el futuro, otras repiten curso.
El desafío argentino no es presupuestario: es narrativo. Deben construir una
historia donde innovar sea tan valioso como obedecer lo fue antes.
Elizondo (ríe):
—Buena metáfora. Pero cuesta. Somos una sociedad más cómoda repitiendo éxitos
pasados que inventando nuevos.
Harari:
—Lo entiendo. La nostalgia es una droga poderosa. Pero el problema es que el
mundo ya no espera.
La economía global invierte más en intangibles —datos, software, propiedad
intelectual— que en fábricas o edificios. El poder se volvió invisible.
Elizondo:
—Y en Argentina seguimos discutiendo ladrillos.
Harari (mirando
por la ventana):
—Toda sociedad necesita decidir qué quiere producir: objetos o sentido. Los
objetos sostienen el cuerpo; el sentido sostiene la mente. Si la educación no
enseña a encontrar sentido en la innovación, lo que obtendrán son máquinas
humanas compitiendo con algoritmos.
Elizondo:
—Entonces educar sería algo más que preparar para el trabajo. Sería preparar
para no volverse irrelevante.
Harari:
—Exacto. La gran amenaza no es la pobreza, sino la irrelevancia. Una persona
puede ser pobre y seguir siendo necesaria. Pero si deja de ser útil al sistema
de información global, simplemente desaparece de la historia.
Elizondo
(pensativo):
—Tal vez el nuevo progreso deba medirse no en PIB, sino en “participación
significativa”. En cuántos logran tener voz, ideas, proyectos propios.
Harari:
—Eso sería una revolución más profunda que cualquier reforma económica.
Porque al final, la educación no forma trabajadores: forma narradores. Y
las sociedades que sobreviven son las que logran escribir una historia común.
(Silencio. El
mozo deja dos cafés. Afuera, el sol de la tarde cae sobre las cúpulas de San
Telmo. Harari abre su libreta y anota una frase; Elizondo lo observa.)
Elizondo:
—¿Qué escribís?
Harari
(sonríe):
—Una idea para mi próximo libro: “Las naciones que no educan para la innovación
terminan enseñando a sobrevivir sin futuro.”
(Brindan con
los pocillos. En el aire, el aroma del café se mezcla con algo menos tangible:
la sensación de que ambos acaban de coincidir en una verdad difícil pero
luminosa.)
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