viernes, julio 04, 2025

CRÓNICA DE UN RESFRÍO ANTIGUO

 


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(Literatura digital)

El texto relata la experiencia recurrente de Miguel con enfermedades respiratorias, específicamente asma y bronquitis, desde su infancia. El autor describe la persistencia de sus afecciones a lo largo de sus 71 años, a pesar de los avances médicos. Ramos contrasta los remedios caseros de su niñez con los tratamientos modernos, notando que la naturaleza cíclica de sus episodios permanece inalterable. Reflexiona sobre la incapacidad de la ciencia para erradicar completamente ciertas dolencias crónicas y cómo la enfermedad se convierte en parte integral de la vida

Tengo 71 años. Y mientras escribo esto, estoy en cama, con fiebre, tos persistente, una bronquitis aguda que me ha dejado fuera de juego durante una semana. Nada nuevo bajo el sol. La escena es la misma que se ha repetido, con una puntualidad casi ritual, desde que tengo memoria: episodios de broncoespasmo, de asma, de mucosidad rebelde. Comenzaron cuando tenía apenas siete u ocho años, aunque los médicos decían que ya era asmático desde los dos. Dos o tres veces por año, el cuerpo me traicionaba, los bronquios se cerraban, la fiebre subía, y la escuela quedaba postergada por una semana de encierro, toses y cuidados.

En mi infancia, era mi madre quien lideraba la resistencia. Recuerdo su estrategia casera pero eficaz: hacía hervir hojas de eucalipto para llenar el ambiente de vapor y abría el ropero buscando trapos viejos que luego planchaba hasta el rojo vivo para apoyarlos en mi pecho. Esa era la medicina disponible. Calor, vapor, amor.

Hoy el ritual es otro, pero el espíritu es el mismo. En lugar del eucalipto hervido, hay un humidificador de última generación. En lugar de trapos calientes, hay antibióticos, nebulizadores, broncodilatadores. Mi familia —mi esposa, mis hijos— me rodea con la misma preocupación que aquella mujer de entonces, mi madre. Nada me falta. Todo me cuidan.

Pero lo que no ha cambiado, lo que parece inmune al paso del tiempo y a los avances de la ciencia, es la repetición del cuadro. Año tras año, como una estación que se anuncia sin sorpresa, vuelvo a caer en el mismo ciclo: bronquitis severa, fiebre, cama, expectoración, y ese viejo compañero de viaje llamado asma. Solo que ahora, quizás, la disnea —esa asfixia que de niño me aterraba— es más benigna, más leve. Tal vez el cuerpo aprendió a tolerar mejor el encierro pulmonar. Tal vez me acostumbré a respirar con dificultad sin que eso me pare el corazón.

Me pregunto entonces, mientras toso otra vez y dejo caer la cabeza sobre la almohada: ¿qué hizo la ciencia por mí? ¿Por qué, a pesar de los adelantos, sigo atrapado en esta escena que parece calcada de mi infancia? ¿Es que algunas dolencias son más profundas que la medicina, más persistentes que los tratamientos?

La enfermedad, cuando es tan vieja como uno mismo, ya no se presenta como una intrusa, sino como una parte más del paisaje. Y uno aprende, entre la fiebre y el vapor, que la vida también se compone de estos ciclos: de repeticiones, de resistencias, de memorias que regresan en forma de tos.

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