Cuando un niño aprende a ser
deportista: la semana de Santi
Hay gestos que
parecen pequeños, pero revelan mundos enteros.
Santi, con apenas ocho años, terminó cuarto grado y jugó su primera final en la
categoría Sub 9 del Club Cambá Cuá. Hasta ahí, la historia es la de miles de chicos Correntinos que aman la pelota. Pero lo que ocurrió en la semana previa
a la final mostró algo más profundo: una forma de cultura, de conocimiento y de
identidad que nace mucho antes de la adolescencia.
El cuerpo
técnico recomendó evitar los azúcares para llegar mejor al partido decisivo. Y
Santi, sin discusiones, sin trampas, sin nostalgias de golosinas, le pidió a su
mamá que cocinaran “comidas saludables”. Tomó la indicación como un compromiso
personal, como si el cuidado del cuerpo fuera parte del ritual de ponerse la
camiseta.
Durante siete
días ejerció un autocontrol sorprendente para su edad. No fue una prohibición:
fue un proyecto. No fue obediencia ciega: fue sentido. Una forma
temprana de comprender que preparar el cuerpo también es preparar el espíritu
del juego.
Y entonces
llegó la final. Ganaron por penales. Campeones.
Al regresar a
su casa, con el corazón todavía latiendo en modo campeonato, Santi hizo algo
tan humano como hermoso: se comió seis palitos de helado de agua seguidos. No
fue exceso ni capricho; fue un gesto simbólico. La tensión del sacrificio se
aflojaba en una celebración íntima, casi un manifiesto infantil: “Cumplí.
Ahora puedo festejar.”
Porque los
chicos también conocen —a su manera— las lógicas del esfuerzo, del cuidado, del
premio y de la libertad. Lo que actuó esta semana en Santi no fue solo
disciplina individual: fue el efecto de un ecosistema. Su familia, el club, los
técnicos, sus compañeros… todos formaron el escenario cultural donde un niño
transforma una recomendación deportiva en una práctica de identidad.
Santi no dejó
de asombrarnos por haber evitado dulces. Nos sorprendió por algo más profundo:
por mostrar, a los ocho años, que también el juego se piensa, se cuida y se
vive con un saber que no siempre está en los libros, pero sí en los vínculos,
en las reglas compartidas y en el amor por un equipo.
En esa semana,
Santi no solo se preparó para una final.
Aprendió —sin saberlo— que el deporte también es cultura, que el cuerpo también
es conocimiento, y que el esfuerzo también construye historias que un abuelo
recordará toda la vida.
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