Se analiza la naturaleza
de la historia como una disciplina que converge entre el rigor
científico, la narrativa artística y la profundidad filosófica. A diferencia de
las ciencias exactas, la historia no recupera hechos directos, sino que reconstruye
la verdad a partir de fragmentos, testimonios y rastros dejados
por el tiempo. Esta labor produce una verdad provisional que
no se desecha ante nuevos hallazgos, sino que se transforma a través de nuevas
interpretaciones culturales y sociales. La disciplina no pretende
alcanzar certezas absolutas, sino generar sentidos éticos y
honestos sobre el pasado. En última instancia, la fortaleza del
conocimiento histórico reside en su capacidad de revisión
constante y en su conciencia de los límites intelectuales.
Existen
distintas maneras de habitar el mundo. La filosofía interroga el sentido, la
ciencia explica los hechos y el arte expresa la experiencia. La Historia ocupa
un lugar singular: se apoya en métodos científicos para reconstruir lo
ocurrido, se expresa narrativamente para hacerlo comprensible y se orienta, en
el fondo, por una mirada filosófica del mundo.
Por eso, cuando
afirmamos que la Historia busca la verdad, es necesario precisar qué tipo de
verdad. La Historia no accede a los hechos en sí, sino a sus huellas:
documentos, testimonios, restos y silencios. A partir de ellas, construye una
comprensión siempre provisoria y situada.
En este
sentido, la Historia, al igual que la Ciencia, trabaja con verdades
provisorias. Pero mientras la Ciencia corrige o reemplaza sus verdades, la
Historia las reinterpreta, porque cambian las preguntas, los marcos culturales
y las voces que pueden ser escuchadas.
Así, puede
decirse que la Historia busca comprender cómo y por qué ocurrieron los
hechos del pasado, no como sucedieron en sí, sino como hoy podemos
explicarlos e interpretarlos a partir de las huellas que dejaron.
En esa
conciencia de límite —lejos de debilitarla— reside su mayor fortaleza
intelectual y ética.


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