(Literatura
Digital: Lírica en prosa)
Obtener la licencia de conducir. A los 18 años, un trámite sencillo, un paso más en el camino de la independencia. A los 70, un rito de pasaje distinto, lleno de detalles y responsabilidades.
A los 18, no
era dueño del vehículo; a los 70, sí. Y con la propiedad viene el deber: la
revisión técnica al día, el seguro en regla, el compromiso de mantener en
condiciones aquello que nos transporta por la vida.
Días antes del
vencimiento, la rutina comienza. La computadora se convierte en un portal de
instrucciones: requisitos, pasos, pagos. El CENAT, el turno, la paciencia. Todo
virtual, todo intangible, en un lenguaje que a mis 18 años no existía y que hoy
debo dominar con calma y precisión. Imprimir, revisar, organizar. Dos intentos
fallidos por falta de turnos, hasta que, por fin, una fecha en el calendario.
Tres días
antes, el estudio. Lápiz y papel en mano, como en otros tiempos, desentraño las
señales de tránsito, que, como las matemáticas y la lógica, son universales,
inmutables.
Un día antes,
el ritual. Lavar el auto con mis propias manos, cargar combustible. La
preparación no es solo administrativa, también es emocional.
La noche
previa, el insomnio disfrazado de reflexión. Setenta años de vida son un
equipaje lleno de certezas y miedos, de experiencias y precauciones.
El día llega. A
las seis de la mañana, despierto sin ayuda del reloj. Un té, una última lectura
de las normas. A las ocho, el camino hacia el Centro Emisor de Licencias.
Allí, la
burocracia fluye en estaciones sucesivas. Declarar la salud intacta, un
privilegio que a los 70 no es menor. La prueba psicológica, un juego de
preguntas simples que sin embargo despiertan cierta inquietud. La oftalmología,
la confirmación de que los lentes son ya compañeros definitivos.
Luego, el
examen teórico, un cuestionario extenso que exige precisión. Finalmente, la
prueba de manejo, el verdadero pulso del proceso. Estacionar en paralelo y en
45 grados, demostrar control y destreza.
Tres horas
después, el objetivo cumplido. La licencia en mis manos, la satisfacción
mezclada con un estrés que antes no sentía. Y el pensamiento inevitable: este
ciclo se repetirá, una vez al año.
Al día
siguiente, el encuentro con mi sobrino de 18 años. Su entusiasmo, su facilidad
para obtener lo que a mí me costó planificación y esfuerzo. "Fue
fácil", dice él. Y mi respuesta, inmediata, casi automática: "Sí, es
fácil".
Días después,
la reflexión. ¿Por qué dije eso? Quizás porque la juventud ve la vida como un
campo abierto, mientras la experiencia la transforma en un laberinto de pasos
medidos.
De esa pregunta
nace este relato, la necesidad de dejar constancia de un simple trámite que, a
los 70, se vuelve un espejo del tiempo.
1 comentario:
Muy i interesante, muy bueno. Me ví reflejado. Y de paso, excelente prosa
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