viernes, febrero 21, 2025

RENOVACIÓN

 


(Literatura Digital: Lírica en prosa)

Obtener la licencia de conducir. A los 18 años, un trámite sencillo, un paso más en el camino de la independencia. A los 70, un rito de pasaje distinto, lleno de detalles y responsabilidades.

A los 18, no era dueño del vehículo; a los 70, sí. Y con la propiedad viene el deber: la revisión técnica al día, el seguro en regla, el compromiso de mantener en condiciones aquello que nos transporta por la vida.

Días antes del vencimiento, la rutina comienza. La computadora se convierte en un portal de instrucciones: requisitos, pasos, pagos. El CENAT, el turno, la paciencia. Todo virtual, todo intangible, en un lenguaje que a mis 18 años no existía y que hoy debo dominar con calma y precisión. Imprimir, revisar, organizar. Dos intentos fallidos por falta de turnos, hasta que, por fin, una fecha en el calendario.

Tres días antes, el estudio. Lápiz y papel en mano, como en otros tiempos, desentraño las señales de tránsito, que, como las matemáticas y la lógica, son universales, inmutables.

Un día antes, el ritual. Lavar el auto con mis propias manos, cargar combustible. La preparación no es solo administrativa, también es emocional.

La noche previa, el insomnio disfrazado de reflexión. Setenta años de vida son un equipaje lleno de certezas y miedos, de experiencias y precauciones.

El día llega. A las seis de la mañana, despierto sin ayuda del reloj. Un té, una última lectura de las normas. A las ocho, el camino hacia el Centro Emisor de Licencias.

Allí, la burocracia fluye en estaciones sucesivas. Declarar la salud intacta, un privilegio que a los 70 no es menor. La prueba psicológica, un juego de preguntas simples que sin embargo despiertan cierta inquietud. La oftalmología, la confirmación de que los lentes son ya compañeros definitivos.

Luego, el examen teórico, un cuestionario extenso que exige precisión. Finalmente, la prueba de manejo, el verdadero pulso del proceso. Estacionar en paralelo y en 45 grados, demostrar control y destreza.

Tres horas después, el objetivo cumplido. La licencia en mis manos, la satisfacción mezclada con un estrés que antes no sentía. Y el pensamiento inevitable: este ciclo se repetirá, una vez al año.

Al día siguiente, el encuentro con mi sobrino de 18 años. Su entusiasmo, su facilidad para obtener lo que a mí me costó planificación y esfuerzo. "Fue fácil", dice él. Y mi respuesta, inmediata, casi automática: "Sí, es fácil".

Días después, la reflexión. ¿Por qué dije eso? Quizás porque la juventud ve la vida como un campo abierto, mientras la experiencia la transforma en un laberinto de pasos medidos.

De esa pregunta nace este relato, la necesidad de dejar constancia de un simple trámite que, a los 70, se vuelve un espejo del tiempo.

 


1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy i interesante, muy bueno. Me ví reflejado. Y de paso, excelente prosa