(Literatura digital)
Hoy viví una de
esas escenas que parecen pequeñas, pero que revelan la esencia de una ciudad y
de una cultura. A las diez de la mañana me llamó mi nieto Santi por WhatsApp:
estaba aburrido y quería ir al Parque Mitre. Cuando lo pasé a buscar vi que
llevaba su pelota en la mochila; entendí enseguida que su plan era simple y
hermoso: patear un rato al arco.
Llegamos al
parque y empezamos a jugar como hacemos siempre: uno patea, el otro ataja,
nuevamente pateamos, y así vamos entrando en calor. Pero en Corrientes las
cosas tienen su propia dinámica. A los pocos minutos comenzaron a acercarse
chicos que no conocíamos. Primero uno tímido: “¿Puedo jugar?”. Después otro. Y
otro más. En menos de lo que imaginamos, se habían armado dos equipos.
En un arco se
paró un padre que acompañaba a sus hijos; en el otro quedé yo, abuelo convertido
en arquero por una hora. Los chicos fluían como si se conocieran desde siempre.
El fulbito se volvió un pequeño universo organizado sin planificación, sin
nombres, sin reglas explícitas… pero con una armonía natural.
Y mientras
atajaba como podía, observaba algo profundo: este milagro cotidiano es parte
de la identidad correntina.
En esta ciudad,
la vida ocurre en comunidad. El chamamé, el mate, el río enseñan una forma
particular de estar juntos. Acá, compartir es la norma. Juntarse es fácil. La
confianza circula. Y una pelota —como un acordeón en un chamamé— convoca y
reúne.
Psicológicamente
también tiene sentido. La pelota funciona como un lenguaje universal que
derriba barreras: no hace falta presentación, basta un pase para que el otro
deje de ser un desconocido. En minutos, los chicos inventaron reglas, armaron
equipos, discutieron faltas, festejaron goles y construyeron un “nosotros” tan
frágil como hermoso.
Yo, desde mi
lugar de abuelo, sentí algo más: que estas escenas, sencillas e improvisadas,
quedan prendidas en la memoria infantil con una fuerza sorprendente. Que un
partido espontáneo puede enseñarle a un niño más sobre amistad, cooperación y
alegría que muchas actividades planificadas. Y que Corrientes, con su
idiosincrasia cálida y comunitaria, sigue siendo un lugar donde los
desconocidos pueden armar, en cinco minutos, un pequeño mundo de juego.
Cuando terminó
la hora de fútbol, los chicos se despidieron casi sin palabras, como si lo
vivido hablara solo. Porque en esas escenas aparentemente comunes se esconde
algo extraordinario: la capacidad de una comunidad para nacer en un instante.

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