(Literatura digital)
El amor de los abuelos: una
herencia que late en la memoria y en la epigenética
(A partir de la
foto de mi abuela Manuela bebé)
Hay fotografías
antiguas que no sólo detienen el tiempo: lo perforan.
Mirarlas es como abrir una ventana hacia un pasado que permanece vivo en algún
rincón de la memoria emocional.
Así me ocurrió cuando volví a ver la imagen de mi abuela Manuela siendo apenas
un bebé: sentada en una sillita de mimbre, rodeada de flores, con un vestido
claro y dos pequeños moños sosteniendo su cabello recién nacido.
Una inocencia suspendida, ajena a todo, pero destinada a convertirse en una de
las presencias más decisivas de mi vida.
Esa niña que no
sabía caminar, que aún no había pronunciado una palabra, no podía imaginar la
historia que tejía sin saberlo.
No sabía que un día sería el sostén de un nieto que estudiaría medicina bajo su
techo, que dormiría en una de las dos camas de su dormitorio, que encontraría
en ella alimento, calma, silencio y ternura.
No sabía que llegaría a regalarme un Fiat 600, ni que, cuando yo lo volcara
imprudentemente, ella reaccionaría con una serenidad que hoy me sigue
conmoviendo:
no hubo enojo, no hubo reproche.
Simplemente hizo arreglar el auto y siguió tratándome con la misma dulzura de siempre,
como si nada hubiera pasado.
Esa fue su
manera de amar.
Un amor hecho de aceptación absoluta, de compañía silenciosa, de confianza
inquebrantable.
Y es ese tipo de amor el que la psicología describe como el más protector de
todos: el que sostiene sin pedir nada a cambio, el que abraza sin medir, el que
da sin contabilizar.
Los abuelos tienen un modo particular de amar: ya no están presionados por
educar, corregir o garantizar el futuro.
Su amor se cristaliza en una forma de presencia suave, paciente, indulgente,
profundamente humana.
Y para un niño —y luego para un adulto— ese amor se vuelve un faro interno, un
refugio emocional que dura para toda la vida.
La educación
más poderosa no siempre llega en forma de libros o clases: muchas veces llega
en forma de ejemplo.
De gesto.
De actitud.
Mi abuela Manuela me enseñó, sin proponérselo, que la bondad no necesita
explicaciones y que el amor verdadero nunca humilla.
Me enseñó que se puede proteger sin invadir y perdonar sin herir.
Su dormitorio, su mirada y su paciencia fueron, sin que yo lo supiera entonces,
una escuela profunda de humanidad.
Al contemplar
su fotografía, siento que algo proustiano se activa dentro de mí:
esa experiencia íntima donde un estímulo mínimo —un aroma, un sabor, una
imagen— despierta un universo entero de sensaciones dormidas.
La veo bebé, tan pequeña, tan pura, tan ajena a mí, y al mismo tiempo tan mía.
Y comprendo que mi historia afectiva empezó mucho antes de que yo naciera.
Que mi capacidad de amar a mis nietos, de acompañarlos, de sostenerlos, está
entrelazada con ese amor que ella me dio cuando yo era joven y vulnerable.
Lo que siento,
al ver esta foto, es una revelación sencilla y profunda:
fui profundamente amado.
Y ese amor, que nació en una casa humilde y en un dormitorio compartido,
continúa ahora en mis propias manos cuando acompaño a mis nietos.
La cadena no se rompió.
La ternura siguió su camino.
La niña de la
foto no sabía nada de esto.
Pero yo sí.
Y hoy, al mirarla, puedo decir que su amor fue una herencia que no se guarda en
una herencia material, sino en el corazón.
Una herencia viva, que aún hoy late y se renueva en cada gesto de mi propia
forma de ser abuelo.


1 comentario:
Conmovedora historia, sencilla, dulce, infinitamente emotiva... Cuanto todavia debiéramos aprender los que nos llamamos "humanos" para darnos cuenta, que lo verdaderamente valioso, no está en las acreencias con valor material, sino en entender que el amor, es la esencia que nos hace ser lo que somos...
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